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Mostrando entradas de diciembre, 2018

26.- Aquí es donde nos movemos (II).

El sentido fundamental del relato de los peces es poner de manifiesto el que algunas de las realidades más cotidianas son a menudo las menos evidentes. Recientemente he tenido ocasión de escuchar a un muchacho alardear de lo fácil que le había resultado superar exitosamente sus estudios de grado. Me lo leía el día antes y sacaba buena nota —proclamaba orgulloso. Lo mejor de todo es que el auditorio reconocía enseguida la sobredotación del imberbe con frases como —y juro que las decían en serio— ¡Es que tú eres muy listo!  Pues sí. Esto es lo que hay y no es culpa de nadie. El tiempo solo transcurre en un sentido. La imposibilidad de detenerlo hace que inevitablemente tengamos la sensación continua de que salimos adelante. Después, nuestro inherente egocentrismo hace el resto atribuyéndonos una ración de autoconvencimiento sobre nuestra propia excelencia. Y es que aquí es donde nos movemos. ¡Qué importa la dificultad de los exámenes! ¡Qué importa lo que haya aprendido realmente! ¡Qué

25.- Aquí es donde nos movemos (I).

Se ha convertido en clásica la anécdota narrada por David Foster Wallace en la ceremonia de graduación de la Universidad de Keyton de 2005. Esa que dice —posiblemente estoy parafraseando— que van dos peces jóvenes por el océano, haciendo las cosas que suelen hacer los peces jóvenes a su edad.  Esto es, nadando mal encarados al tiempo que sujetan sendos cigarrillos recién liados bajo sus respectivas aletas. Entre tanto, se cruzan con un pez mayor que viene en sentido contrario. Por cierto, ¿se ha preguntado alguien cómo se distingue a un pez joven de uno viejo? Imagino que por el tiempo que les queda en la pecera. En fin. Como decía, se cruzan los dos peces jóvenes con el mayor quien, al pasar y guiñándoles un ojo, saluda afablemente.  — ¿Qué tal chicos? ¿Cómo está el agua?  — ¡Eh! Bien, bien... Todo bien. Y cada cual continúa su camino, alejándose de la escena por lados opuestos.  Siguen los peces jóvenes nadando largo y tendido como si tal cosa hasta que, al cabo de un rat

24.- Cómo se llega a ser lo que se es.

Hace falta insensatez para enfrentarse a una hoja en blanco. Es como atravesar una calle de un único carril, pero con la viva esperanza de no encontrarte a nadie en el retrovisor cuando pretendas dar marcha atrás. A menudo sientes que quieres desaparecer sin antes expirar y te cuelgas deseoso de una nota a pie de página. Y es que no hay nada distinguido en ordenar palabras de un lenguaje que no es mío. Tan solo dejo que desborden mi pensamiento antes de detenerme en seco, mirar por el espejo, y deshacer a veces lo que ya había hecho.

23.- Un bello rastro de esperanza.

Caminaba por aquí en la que parecía ser una estival mañana como cualquier otra. Mares de hojas amontonadas capitulaban ante la proa de mis pies abriéndose paso. Portaba un abrigo largo lo suficientemente tupido como para eludir el jersey y su consiguiente incomodidad. Detesto a esa gente que sacrifica su libertad de movimientos por miedo a resfriarse. Seguro que los infelices además se vacunan cada invierno con el velado propósito de cobrar por muchos años la pensión. Y por si fuera poco, cuando se arrancan el suéter ante cualquier mínima variación en su temperatura corportal, acostumbran a exhibir con absoluta impunidad toda esa carne cruda que se asoma por encima del pasador de sus pantalones. El caso es que a lo lejos iba contemplando cómo jugaban a la pelota dos niñas de escasos seis años. Se comportaban como dos muñequitas histriónicas, haciendo airados aspavientos mientras lucían sendos uniformes a cuadros propios de un colegio británico. Le estarán soplando una pasta al viejo a

22.- El día que no quede nadie en Venecia.

Otra noche en la que parece que el devenir del insomnio será más osado que mi perseverancia por aferrarme a un mismo sueño. Recuerdo tus ojos en los míos sobre la cama. Y las palabras que me han llevado lejos pese a que nunca las pronunciara en alto. Tu gesto de incredulidad al ver mi rictus inefable al tiempo que sostenía mis pensamientos para no derrumbarme con ellos. No puede ser tan gilipollas —pensarías. Y es que yo estaba paseando por Venecia, a kilómetros de ti, pero contigo de la mano. Saboreando la libertad. Emancipados de la mirada inquisidora de la gente que solía descifrarnos al pasar. Solos en la plaza de San Marcos. Calados hasta las rodillas y con la memoria saturada por el anhelo de nuestras sábanas. Perdiendo la vida más deprisa que para lo que la vida nos daba. Con aquellas nubes que mojaban lo mismo que esas otras que se escaparon al despertar de mi ensueño. Gracias a mis viajes pude aprender que solo el día que no quedase nadie en Venecia renunciaría al destello q