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23.- Un bello rastro de esperanza.

Caminaba por aquí en la que parecía ser una estival mañana como cualquier otra. Mares de hojas amontonadas capitulaban ante la proa de mis pies abriéndose paso. Portaba un abrigo largo lo suficientemente tupido como para eludir el jersey y su consiguiente incomodidad. Detesto a esa gente que sacrifica su libertad de movimientos por miedo a resfriarse. Seguro que los infelices además se vacunan cada invierno con el velado propósito de cobrar por muchos años la pensión. Y por si fuera poco, cuando se arrancan el suéter ante cualquier mínima variación en su temperatura corportal, acostumbran a exhibir con absoluta impunidad toda esa carne cruda que se asoma por encima del pasador de sus pantalones. El caso es que a lo lejos iba contemplando cómo jugaban a la pelota dos niñas de escasos seis años. Se comportaban como dos muñequitas histriónicas, haciendo airados aspavientos mientras lucían sendos uniformes a cuadros propios de un colegio británico. Le estarán soplando una pasta al viejo a cambio de manejar con holgura el jauyudoing y el aimfain. De pronto, su balón se cruzó en mi camino cayendo a escasos centímetros de mis zapatos. Nunca he sido futbolero mas en esta ocasión no pude evitar escorarme, abrir bien la zancada, vislumbrar el horizonte cual pateador profesional y centrar en dirección a la más rubia de las dos. Atrapó la pelota con las manos y me miró a los ojos por  dos segundos. Fue un momento íntimo, casi precioso, durante el cual sus doradas trenzas y sus lazos azules embriagaron con inocencia lo más profundo de mi ser. Y retomé de esa guisa mi camino, rebosando optimismo a raudales, confiado en que aún quedaban bellos rastros de esperanza, en que merecería la pena construir un mundo mejor que dejar a las generaciones venideras, que dejar a esa cándida niña a la que pude escuchar, mientras me alejaba, sentenciar con rotundidad: se creerá Messi, el hijoputa.

Comentarios

  1. Era yo. El que caminaba. A mi también me suele molestar el abrigo.
    También era yo a quien las niñas decían jauduyudu, aunque mi respuesta era..." hecho una pena", justo cuando la pelota llegó a mi pierna izquierda. La derecha ni para apoyarme. Me creí Ronaldo. Chuté hacia las niñas; el balón salió al lado contrario. ¡Joder! Casi me la pego. ¡Jodidas nenas!
    Y seguí mascullando: ¡maldita artrosis!

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