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22.- El día que no quede nadie en Venecia.

Otra noche en la que parece que el devenir del insomnio será más osado que mi perseverancia por aferrarme a un mismo sueño. Recuerdo tus ojos en los míos sobre la cama. Y las palabras que me han llevado lejos pese a que nunca las pronunciara en alto. Tu gesto de incredulidad al ver mi rictus inefable al tiempo que sostenía mis pensamientos para no derrumbarme con ellos. No puede ser tan gilipollas —pensarías. Y es que yo estaba paseando por Venecia, a kilómetros de ti, pero contigo de la mano. Saboreando la libertad. Emancipados de la mirada inquisidora de la gente que solía descifrarnos al pasar. Solos en la plaza de San Marcos. Calados hasta las rodillas y con la memoria saturada por el anhelo de nuestras sábanas. Perdiendo la vida más deprisa que para lo que la vida nos daba. Con aquellas nubes que mojaban lo mismo que esas otras que se escaparon al despertar de mi ensueño. Gracias a mis viajes pude aprender que solo el día que no quedase nadie en Venecia renunciaría al destello que brotaba de tus ojos cuando una gota de luz caía en ellos. Y así las cosas, me atravesó comprobar que al volver contigo, te habías ido. Aún con todo, regresaré allí. Quizás mañana, o dentro de un rato. Sobre esta cama, o sobre la nuestra. Pero siempre de tu mano, aunque ya no estés.

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