“Dios ha muerto. Te lo digo en serio, Dios ha muerto.” Allí estaba yo, empinando el codo con mis compadres. Haciendo lo que de un tiempo a esta parte estilamos hacer cuando a alguno le resulta exitoso un negocio. “¿Le lleno la copa, señor? " y, como si a esa hora —y en ese estado — aún pudiese pasar por uno, asentí con la paciencia y la conformidad propias del que acepta un regalo para no parecer descortés. En aquellos momentos, me distraía pensando en el tiempo que hacía ya desde que no veía a mi amigo de omnipotente apodo, Dios . Quizás el mote le venía algo grande al infeliz, pero desde la barrera resultaba inevitable concederle un crédito menor. Me enorgullecía saber que un día llegué a tener el número de teléfono de Dios y, no es que yo soliese confesarme, sino porque era un placer disponer de su cuerpo presente a modo de testigo de cargos al instante retirados para todos y cada uno de mis pecados. “ Absolución al cabrón ” decía, el poeta de los cojones... Dio