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46.- Dios ha muerto.

“Dios ha muerto. Te lo digo en serio, Dios ha muerto.” 

Allí estaba yo, empinando el codo con mis compadres. Haciendo lo que de un tiempo a esta parte estilamos hacer cuando a alguno le resulta exitoso un negocio.  

“¿Le lleno la copa, señor?" y, como si a esa hora —y en ese estado— aún pudiese pasar por uno, asentí con la paciencia y la conformidad propias del que acepta un regalo para no parecer descortés.

En aquellos momentos, me distraía pensando en el tiempo que hacía ya desde que no veía a mi amigo de omnipotente apodo, Dios. Quizás el mote le venía algo grande al infeliz, pero desde la barrera resultaba inevitable concederle un crédito menor.

Me enorgullecía saber que un día llegué a tener el número de teléfono de Dios y, no es que yo soliese confesarme, sino porque era un placer disponer de su cuerpo presente a modo de testigo de cargos al instante retirados para todos y cada uno de mis pecados. Absolución al cabrón decía, el poeta de los cojones...

Dios era un fulano de tomo y lomo, de esos que hubiesen empujado a su propia madre escaleras abajo para cobrar el seguro. Y ella lo sabía. Por eso eludió siempre contratar garantía de aquella índole, resultando en que la vieja siempre bajaba tranquila las escaleras mientras Dios, detrás, se resignaba a apurar los últimos bufidos de su cigarro.

El caso es que no podía creerlo. Dios había muerto y allí estábamos, celebrando los 27 millones de pelas que ahora nadie nos reclamaría. 

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