Aquel hombre delgado se dirigía, como cada noche, al salón de juego situado en el cruce de las avenidas Russell con Woodland. Caminaba deprisa, cabizbajo, quizás agotado
por un tenue destello de esperanza visionado
en rojo y negro. Llegó por fin al principio de su arrepentimiento y, obviando a esos dos gorilas que
custodiaban la puerta, se sumió en su mundo. No podía dudar, ni elegir, si aprehender la posibilidad de entrar o no hacerlo. No reparó jamás en aquellos borrachos con corbata
amantes de la pequeña rueda, ni en el avispado croupier
que escondía fichas en el bolsillo derecho de su chaleco. Cambió placas por valor de 200$, avanzó hacia a la mesa número cinco
situada al fondo derecho del salón y jugó. Y volvió a jugar. Y regaló
sonrisas y carcajadas —hilaridad, en general— acompañadas a veces de
cierta lástima por quien basa su futuro en lamentar lo hecho. Pero a quien le importe, que no
juegue. Y sin embargo, él lo hizo de tal forma que no tardó más de tres
manos en huir de aquel lugar, habiendo mandado, como cada noche, su conciencia a la cama sin cenar.
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