Esta mañana me levanté sin dar un trago. No es un domingo cualquiera, es el día de las emociones divididas. El sufrimiento macabro y la angustia prestada de las gentes que se preguntan si ganará el Madrid más crepuscular al Barça de esta misma tarde. Yo, que tengo en la guantera de mi memoria el revólver cargado con Enantyum para el dolor, empujo ladera arriba a Sísifo por las caderas y aprovecho, entre tanto, para tocarle el culo sin que se dé cuenta. El caso es que, frente al televisor, suena el silbato, y sentado me siento vacío. Sin apenas necesidad, echo mano en el recuerdo de las palabras ganadas en otra época. Miro el número de mi tarjeta de crédito y arrojo lo que me queda de esperanza en un importe de tres cifras. El césped se corta y yo me quedo anclado a Codere, Sportium y WilliamHill, prendido por esta piel inerte de cicatrices sutiles e invisibles puntos de sutura. !Gol del puto enano! Parece que resucito para gritar a la pantalla. Las cuotas rezuman ilusión y yo, jugador