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20.- Aromas reminiscentes.

Asomado por la cubierta número 4,  embelesado por el vaivén de las aguas, me distraigo concentrándome en algo que pueda servir para una nueva entrada. Hace tanto calor que no hay nada novedoso en sudar. El olor a salitre se mezcla con el reflejo de la luz del Sol sobre los cristales del muelle. Es de un color insólito que se adhiere impasible a mi retina. Los gemidos de una mujer provocan que tenga que dejar de escribir durante unos instantes. Apartada de toda efusividad candente, sus berridos evocan lo que parece más bien alguna clase de alarma de incendios. Me temo que en este momento no soy la persona más sudorosa a bordo. Un chico moreno, con tupé, de altura normal y espalda encorvada se dirige hacia a mí. Su gesto impertérrito desluce su indumentaria eminentemente tropical. Te voy a arrancar la cara — me dice, el pavo. Sumido en un inmenso sosiego casi uterino, no tengo tiempo de esquivar el primer golpe y, para cuando quiero darme cuenta, mi espalda linda con el suelo mientras el fulano me agarra por el pescuezo. Y yo, aunque abulto el doble que este flacucho herniado, echo mano de las enseñanzas católicas más extremas. Cerca de poner la otra mejilla, sujeto su cabeza por la nuca, abro la boca, respiro profundo y la coloco a un milímetro de la suya. En realidad, nunca antes había celebrado tanto el reminiscente aroma de unas gambas al ajillo. El muchacho se levanta asqueado y frota los labios contra sus manos. La voz de una mujer se escucha desde lejos. 

Ven aquí, que ya hemos acabado.
Nosotros también.

 Sin que el orden de la conversación importase lo más mínimo.

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