Un nudo en la garganta me impide respirar. Las distancias son estrechas y no quiero moverme más de la cuenta. Compungida al borde de una cama que no es mía, contemplo cómo se suceden en el techo las luces de cruce de los pocos vehículos que patrullan la calle. Siento una respiración extraña a mi costado. Exhala con una cadencia imprecisa e incapaz de disimular ese aliento de Burger King que espanta a todas mis ovejas. Y es que lo he intentado. Contar hasta doscientos y mucho, esperando que el sueño me dé una tregua. Pero no puedo. Estaría mejor en cualquier otra parte. Lo sé, pero no me arrepiento. ¿O sí? ¡No! ¡No! ¡No pienses en ese otro capullo más! Deja ese recuerdo sangrar hasta que se agote por sí solo. ¡Dios! Acabo de besarle. Quiero morirme. Este no es mi sitio. Aquí corro el riesgo de pasar la noche en vela. Y el de mantener la pena en vilo. Ojalá estuviera en mi camita, con mis sábanas y mi almohada, y no aquí, que a saber cuántas han estado antes. Me voy a ir. No creo que