500 días han pasado ya desde entonces. Y no recuerdo siquiera de qué trataba. Pero ahora estoy en mi coche, rodeado de tres desconocidos mientras nos empapa un denso e incómodo silencio que cala los huesos más profundo que la peor niebla vallisoletana. Cautivos de uno de esos atascos que hasta ahora solo había visto por la tele, los tres (el cuarto ha cerrado los ojos) tratamos de deslizar nuestra timidez sobre el grueso hielo que nos preserva de los ignotos. ¡Mira qué pringados! — hubiese proclamado de no estar allí conduciendo. “¿Qué habéis estudiado?” “¿Cuántos años tenéis?” “¿En qué trabajáis?” Con mi vehículo transformado en una suerte de tapete donde arrojar lo que se está dispuesto a perder, decido subir la apuesta. “¿Cuál es vuestra peli favorita?” En efecto. Al comprobar que aquellos extraños elegían la que podía haber sido perfectamente mi respuesta, me sentí al momento despojado de mi identidad. Convertido en un paria más al tiempo que no dejaban de emerger de bocas ajenas las que una vez fueron mis palabras, empezó a brotar en mí un inmenso sentimiento de soledad. Supongo que fue la deuda que contraje al descubrir que incluso las más íntimas apreciaciones son partícipes de las mismas emociones, que no son solo nuestras, sino que son, al fin y al cabo, compartidas. Y tras la maniobra de atraque, los anónimos pasajeros arribaron a su destino, y yo, en mi coche vacío, volví a sentirme un poco menos solo.
Comentarios
Publicar un comentario