Se habían detenido las nubes del cielo, derrapando al doblez de estelas de algunos aviones, a descifrar desde afuera el sonido de sus pasos contra los pulidos baldosines que con esmero alguno habría puesto antes a sus pies. No hacía ni calor ni otra cosa, pero el volumen de su compra no era suficiente como para requerir del empaque de un carrito forjado en plástico. Quizás por eso, la anodina cajera del Mercadona había decidido emplumarle una de esas bolsas de papel, en las que parece que todo se va a ir pronto al garete para hilaridad insidiosa de aquellos que no fueron apabullados por la elocuencia fingida de la empleada. El caso es que caminaba insegura hacia la puerta, automática claro, esperando que aquella detectase su alma y se apartase consecuentemente a su paso. Ciertamente, estaba cansada. Le gustaba dormir hasta la hora de comer y sentía una felicidad profunda al concentrarse en su propia respiración tendida sobre la cama. Día tras día, la vida había hecho mella en ella y su cuerpo había exonerado su presencia. Total, que la puerta de cristal no se abrió, golpeándose la desdichada contra las puertas correderas y desparramando por el suelo la docena de naranjas que había comprado. Aturdida y avergonzada a partes iguales, se arrodilló en el suelo para devolverlas a la bolsa a toda prisa y huir de aquel lugar cuanto antes. A penas unos instantes más tarde, cuando se disponía a asir la última de las naranjas que aún rodaba por el suelo, sintió una piel táctil, cálida y firme, segura para consigo y honesta para con los demás. Levantó la mirada y vio sus ojos marrones. Eran... eran como siempre los había esperado. Y, encima, olía bien. No le había dado tiempo a sonrojarse cuando de la boca del muchacho salió, en una melódica voz radiofónica, toda una invitación para construir un proyecto de vida juntos inmune al gélido aliento de los años que termina por apagar hasta el más efervescente de los fuegos: “¿Follamos?”
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