Se ve que la quitanieves no ha podido con toda esa masa blanca convertida puramente en un objeto de resistencia mayúscula. Agregado un viento sobrecogedor al temporal, parece que los copos caen hacia arriba cuando se miran al contraste sobre la oscuridad de la noche. Los focos de mi coche a penas alcanzan unos metros más allá del lugar donde estoy varado después de que, tras deslizar sobre un manto de hielo, impactase contra el guardarraíl. Las luces de emergencia parpadean agobiantes y mantengo viva la esperanza de que algún vehículo se detenga para recogerme y llevarme al albergue más cercano. Aunque improbable, me recordaba a esos sujetos atrapados en el enjambre del tráfico los viernes al salir del tajo. Mas yo estoy solo. Igual de solo que ellos pero, en verdad, solo de veras. Con más de nueve mil días en mi haber y una docena de señeros para el recuerdo. Estaba mirando el indicador del nivel de gasolina cuando, de pronto, observo cómo brotan dos luceros de un tono cobrizo en el retrovisor. Azorado, me araño la nariz moqueante al subirme la cremallera del abrigo para salir del coche exhibiendo airados aspavientos. No deja de nevar y el silencio es descorazonador. De una extravagancia sin igual es el vacío en el que me encuentro. Siento frío y no hay ni ruido para abrigarme. Las luces se acercan despacio. Siniestramente despacio, y me estoy impacientando. Parece que se detiene. No sé muy bien qué está haciendo, pero...
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