Parece que los años han conseguido infectar de tedio mi forma de pasar por las celebraciones propias de estas fechas. Los regalos bajo el árbol, las largas noches en vela, la visita de los parientes que viven fuera y un largo etcétera, se han tornado en un blancuzco sobre con dinero, una cuenta atrás hasta la hora de dormir y el eterno debate sobre la disposición en la mesa. “Otra vez al lado de la abuela, ¡no!”, “¿alguien ha visto mis pastillas?”, “contad las uvas no sea que falten”. Supongo que algo de esto tiene que ver con el hacerse mayor. Los dolores aparecen y la rutina te invade, al tiempo que la conciencia se diluye o te atormenta. Y cuando te quieres dar cuenta, como si de un relámpago se tratase, las navidades del año siguiente te arroyan tocando el claxon: “¡Quita del medio, pasmao!”
Así, gusto de amortiguar la resaca navideña con pequeñas costumbres, entre las que destaca la del café y el pincho de tortilla matutinos. Esos minutos en los que el tiempo parece detenerse y en los que acostumbro a mirar en derredor con la disposición de hallar belleza en cualquier ínfimo detalle, mientras pienso en lo que sea que ronde mi cabeza. Tal vez, un debate sobre matemáticas.
En la mesa de enfrente hay una mujer con la que supongo es su hija. La pequeña tendrá unos tres o cuatro años y exhibe el mismo pelo castaño que su madre, aderezado con una pulcra diadema de topitos que permiten a sus ojos arrojar algo de esperanza sobre el tapete. Los de la madre, en cambio, tratan de disimular el agotamiento tras los vidrios de unas gafas de pasta azul marino. Sus labios teñidos por el carmín revelan que no son pocas las navidades con las que cuenta en su haber. Una pequeña quemadura en la manga derecha de su abrigo y el ligero matiz canela de sus uñas desvela que fuma. Parece que tiene prisa pues ha pedido la cuenta y no deja de mirar una y otra vez la pantalla de su teléfono. Paga, recoge el cambio, se vuelve hacia la niña y pronuncia las palabras que han motivado estas líneas: “Vamos, princesa”.
Supongo que fue el fantasma de las navidades futuras el que me hizo plantearme si como futuros docentes no deberemos camuflar nuestra pesadez del mismo modo que lo hizo la madre al llamar a su hija. El alumnado pasará a ser una tradición a la que avezarse año tras año, marcando el ritmo con el que iremos envejeciendo. Nuestras fuerzas irán fallando y las piernas dejarán de responder y, sin embargo, los polinomios, las derivadas y las matrices serán las mismas. Por su parte, la percepción del hastío por parte de los alumnos constituye el primer estadio para abonarse a él, lo cual resulta trágico pues ellos no contarán nunca con tantísimas navidades como nosotros. De esta forma, deberemos atesorar un embozo que evite exponer la monotonía del paso del tiempo. Y resulta que, tras meditarlo profundamente, ese camuflaje no puede ser otro que el amor. El amor a la profesión de docente constituye la mejor pócima para lograr un profesor motivado, uno que olvide sus pesares tratando a sus alumnos como si fueran príncipes y princesas.
Levanto la vista del café y encuentro la mirada cómplice de la madre, quien parece saber lo que estaba pensando. Parpadea, me dirige un leve gesto con la cabeza ante el cual asiento y sonrío. Acepto el trato de amar la carrera de profesor.
Así, gusto de amortiguar la resaca navideña con pequeñas costumbres, entre las que destaca la del café y el pincho de tortilla matutinos. Esos minutos en los que el tiempo parece detenerse y en los que acostumbro a mirar en derredor con la disposición de hallar belleza en cualquier ínfimo detalle, mientras pienso en lo que sea que ronde mi cabeza. Tal vez, un debate sobre matemáticas.
En la mesa de enfrente hay una mujer con la que supongo es su hija. La pequeña tendrá unos tres o cuatro años y exhibe el mismo pelo castaño que su madre, aderezado con una pulcra diadema de topitos que permiten a sus ojos arrojar algo de esperanza sobre el tapete. Los de la madre, en cambio, tratan de disimular el agotamiento tras los vidrios de unas gafas de pasta azul marino. Sus labios teñidos por el carmín revelan que no son pocas las navidades con las que cuenta en su haber. Una pequeña quemadura en la manga derecha de su abrigo y el ligero matiz canela de sus uñas desvela que fuma. Parece que tiene prisa pues ha pedido la cuenta y no deja de mirar una y otra vez la pantalla de su teléfono. Paga, recoge el cambio, se vuelve hacia la niña y pronuncia las palabras que han motivado estas líneas: “Vamos, princesa”.
Supongo que fue el fantasma de las navidades futuras el que me hizo plantearme si como futuros docentes no deberemos camuflar nuestra pesadez del mismo modo que lo hizo la madre al llamar a su hija. El alumnado pasará a ser una tradición a la que avezarse año tras año, marcando el ritmo con el que iremos envejeciendo. Nuestras fuerzas irán fallando y las piernas dejarán de responder y, sin embargo, los polinomios, las derivadas y las matrices serán las mismas. Por su parte, la percepción del hastío por parte de los alumnos constituye el primer estadio para abonarse a él, lo cual resulta trágico pues ellos no contarán nunca con tantísimas navidades como nosotros. De esta forma, deberemos atesorar un embozo que evite exponer la monotonía del paso del tiempo. Y resulta que, tras meditarlo profundamente, ese camuflaje no puede ser otro que el amor. El amor a la profesión de docente constituye la mejor pócima para lograr un profesor motivado, uno que olvide sus pesares tratando a sus alumnos como si fueran príncipes y princesas.
Levanto la vista del café y encuentro la mirada cómplice de la madre, quien parece saber lo que estaba pensando. Parpadea, me dirige un leve gesto con la cabeza ante el cual asiento y sonrío. Acepto el trato de amar la carrera de profesor.
Muchas gracias por el tiempo dedicado a la lectura de estas líneas,
Héctor.
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